“Míreme a los ojitos”, le decía Luis Aragonés al finalizar el entrenamiento mientras Romario bajaba la cabeza, el andar pesado, como si estuviera envuelto en una infinita resaca. “Míreme a los ojitos”, insistía el de Hortaleza, su tercera temporada en Valencia, el entrenador que a punto había estado de birlarle el doblete al Atleti el año anterior gracias a los goles de Mijatovic. Luis hablaba y Romario seguía adelante, intentando no cruzar su mirada con la del entrenador, aparentando algo que no era desdén sino más bien aburrimiento. Aburrimiento de las tácticas, las obligaciones, los entrenamientos matutinos, la severidad del juego en equipo, el empeño en tratarle como a uno más cuando él no era uno más.
Él era Romario. Campeón de todo. El mejor goleador del planeta junto a su compatriota Ronaldo. ¿Qué más querían de él?, ¿para qué le habían llamado exactamente?, ¿para que se entrenara lo mismo que Poyatos, que Engonga…?
Si aquello iba a ser un pulso —y lo parecía— el brasileño no estaba dispuesto a perderlo. Ya había sucedido algo similar con Johan Cruyff y al final se salió con la suya, con un Barcelona que le esperó hasta bien entrado agosto, que amagó con castigarle y que acabó traspasándole al Flamengo. Aquel fue el inicio del fin de una era mágica y en Valencia tendrían que andarse con cuidado si no querían que pasara algo parecido. Si había que volver a Brasil, se volvía, pero gritos, a esas horas de la mañana, los justos, por favor.
Lo que no sabía Romario era que a Luis Aragonés no le gustaban los dibujos animados, y que, puestos a jugar, no era el mejor rival para tener enfrente. Aquella partida autodestructiva acabó como era de esperar: con el brasileño de vuelta al Flamengo, el madrileño en la calle a la jornada 14 y el Valencia en manos de Jorge Valdano, el último paso fugaz del argentino por los banquillos.